Al caer de la tarde del 15 de diciembre del año de 1859, en el
hogar del matrimonio Zamenhof, Rosalía, la joven esposa de Marcos, dio a luz un
niño.
Las parlanchinas comadres del vecindario, reunidas en torno al
lecho de la feliz parturienta, no auguraban un brillante horóscopo al
debilucho, casi endeble, recién nacido.
Marcos Zamenhof, de 22 años de edad, profesor de escuela elemental
en la localidad, y su esposa, dos años menor que él, no dieron la menor importancia
a los ominosos presagios de sus indiscretas vecinas.
Esto sucedía en Bialystok, pequeña ciudad tendida en la proximidad
del límite nororiental del Reino Polaco, donde Warszawska, Lipowa, Niemiecka,
Wasilkowska, Klejndorf, algunas de sus calles antañonas, sus bazares y el reloj
de la vieja torre al flanco de la plazoleta central; ofrecían un aspecto
discretamente encantador.
Pero las calles nuevas -¡guárdenos Dios!- eran vericuetos
sinuosos, estrechos y pestilentes. Las barracas de madera, -fungiendo como
improvisados talleres de modestos menestrales, cada vez en mayor número-
construidas sin planificación alguna, reflejaban sus desmedradas siluetas en
los fangosos charcos de las calles.
Motejado despectivamente ‘atarjea’, el riachuelo Biala había
formado en medio de la ciudad una laguna de considerables proporciones, de la que
emanaba un hedor insoportable, pues sus precarios y lentos canales de desagüe,
estaban permanentemente cubiertos por densa y vaporosa capa de basura de las
fábricas, y los desechos de la urbe.
A pesar del intenso trabajo artesanal de tejedores de lana,
curtidores de pieles, forjadores de hierro y modestas herramientas de trabajo;
el pueblo vivía muy pobremente, en condiciones casi primitivas.
La ciudad era fea y era triste en ella el paso de la vida. Los
30,000 pobladores de la región consistían en 3,000 polacos, 4,000 rusos y
bielorrusos, 5,000 germanos y 18,000 hebreos. Así las violentas fricciones de
los temperamentales moradores eran, sin duda, difícilmente conciliables. Los
antagonismos, atribuidos a causa de las diferencias de nacionalidad y raza,
provocaban frecuentes diputas que agravaban, todavía más, las precarias
condiciones de vida de los bialystokanos.
Aún es imposible creer que el Zar Alejandro I, en algún tiempo
durante sus viajes, atravesando Bialystok, tuviera el gusto de elegirlo como su
residencia veraniega; y, ciertamente, el Palacio allí construido, ornado de imponentes
y fastuosos jardines, mereció para Bialystok el nombre de “El Versalles Polaco”.
La sucia urbe quedó al margen, sólo ya como residencia de la plebe.
La pequeña casa de los Zamenhof, construida de madera pintada de color
verde, estaba ubicada en la esquina que forman las calles Zielona y Biala.
Tenía un estrecho corral de tierra suelta, cercado apenas para marcar su límite
con los predios vecinos. El único ornato del poco agradable conjunto era un
moteado arce, que todos los años deshojaban prematuramente las voraces orugas.
Le llamaban ‘el arce del perro’, por los desahogos fisiológicos de la callejera
jauría sobre su tronco leñoso.
En esa casucha transcurrió la infancia del joven a quien dieron el
nombre de Lázaro (en ruso: Лазарь, en polaco: Łazarz). Pero, no obstante las
inquietudes y dificultades del tiempo, y de hechos violentos como la rebelión
de enero, no fue la suya una triste infancia.
A decir verdad, nadie pudo advertir anticipadamente en Lázaro,
signo alguno de hombre notable, como lo presintió su madre desde el día de su nacimiento.
Y, no obstante sus capacidades para expresarse en polaco, hebreo, ruso,
bielorruso y alemán - lenguas que a los cinco años de edad ya le eran
familiares- no le merecieron ser considerado, en su Bialystok natal, como un
niño admirable. Allí, el conocimiento de lenguas extranjeras, en escala
proporcional a las necesidades cotidianas, era algo natural, aunque
ciertamente, no en los niños, aun cuando vivieran en un medio de tal diversidad
lingüística.
Rosalía opinaba que su hijo poseía excepcional aptitud para la comprensión
de idiomas y, en verdad, Lázaro superaba considerablemente a sus circunvecinos
en el conocimiento de lenguas extranjeras, y disfrutaba un particular deleite
al charlar en ellas. Los adultos hablaban exclusivamente en su lengua materna.
Suponían que el uso de otro idioma era testimonio de falta de orgullo patrio y
de capitulación ante otras nacionalidades radicadas en la misma urbe.
Sin embargo, el trato social obligaba al uso de diversas lenguas:
la polaca era la lengua de la intelectualidad; en el campo fabril y artesanal regía
la germana; en los barrios comerciales, la judía; los provincianos, viniendo de
compras a los bazares citadinos hablaban preferentemente la bielorrusa; y la
rusa era la lengua oficial de la localidad.
Luisito pronto fue desplazado del pedestal propio de hijo único,
por el rápido crecimiento de la prole Zamenhof.
En el año 1860 vino al mundo su primera hermana, Sara; dos años después
la segunda, Fania, y nuevamente, tras otros dos años, Augusta; finalmente, en
1868, su primer hermano. Esta, casi imprevistamente llegada progenie, absorbió
por completo la atención de los padres.
Lázaro, el ‘grande e inteligente muchacho’, dejado ya a su autosuficiencia,
eligió como pasatiempo favorito -con poco agrado de sus padres- deambular entre
la tumultuosa e inquieta concurrencia de la Plaza de los Bazares. Aquello era
más interesante que el corral de la casa paterna cuyo único atractivo era el
maloliente y mutilado árbol, al que eventualmente trepaba la muchachada, siendo
rápidamente desalojada por el anciano vigilante, que para ello se auxiliaba de
su viejo cinturón o esgrimía amenazante un palo de escoba.
De: “Doctor Esperanto” – Novela biográfica sobre Luis
Lázaro Zamenhof, por María Ziółkowska

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