sábado, 18 de agosto de 2018

En la calle Zielona


Al caer de la tarde del 15 de diciembre del año de 1859, en el hogar del matrimonio Zamenhof, Rosalía, la joven esposa de Marcos, dio a luz un niño.

Las parlanchinas comadres del vecindario, reunidas en torno al lecho de la feliz parturienta, no auguraban un brillante horóscopo al debilucho, casi endeble, recién nacido.

Marcos Zamenhof, de 22 años de edad, profesor de escuela elemental en la localidad, y su esposa, dos años menor que él, no dieron la menor importancia a los ominosos presagios de sus indiscretas vecinas.

Esto sucedía en Bialystok, pequeña ciudad tendida en la proximidad del límite nororiental del Reino Polaco, donde Warszawska, Lipowa, Niemiecka, Wasilkowska, Klejndorf, algunas de sus calles antañonas, sus bazares y el reloj de la vieja torre al flanco de la plazoleta central; ofrecían un aspecto discretamente encantador.

Pero las calles nuevas -¡guárdenos Dios!- eran vericuetos sinuosos, estrechos y pestilentes. Las barracas de madera, -fungiendo como improvisados talleres de modestos menestrales, cada vez en mayor número- construidas sin planificación alguna, reflejaban sus desmedradas siluetas en los fangosos charcos de las calles.

Motejado despectivamente ‘atarjea’, el riachuelo Biala había formado en medio de la ciudad una laguna de considerables proporciones, de la que emanaba un hedor insoportable, pues sus precarios y lentos canales de desagüe, estaban permanentemente cubiertos por densa y vaporosa capa de basura de las fábricas, y los desechos de la urbe.

A pesar del intenso trabajo artesanal de tejedores de lana, curtidores de pieles, forjadores de hierro y modestas herramientas de trabajo; el pueblo vivía muy pobremente, en condiciones casi primitivas.

La ciudad era fea y era triste en ella el paso de la vida. Los 30,000 pobladores de la región consistían en 3,000 polacos, 4,000 rusos y bielorrusos, 5,000 germanos y 18,000 hebreos. Así las violentas fricciones de los temperamentales moradores eran, sin duda, difícilmente conciliables. Los antagonismos, atribuidos a causa de las diferencias de nacionalidad y raza, provocaban frecuentes diputas que agravaban, todavía más, las precarias condiciones de vida de los bialystokanos.

Aún es imposible creer que el Zar Alejandro I, en algún tiempo durante sus viajes, atravesando Bialystok, tuviera el gusto de elegirlo como su residencia veraniega; y, ciertamente, el Palacio allí construido, ornado de imponentes y fastuosos jardines, mereció para Bialystok el nombre de “El Versalles Polaco”. La sucia urbe quedó al margen, sólo ya como residencia de la plebe.

La pequeña casa de los Zamenhof, construida de madera pintada de color verde, estaba ubicada en la esquina que forman las calles Zielona y Biala. Tenía un estrecho corral de tierra suelta, cercado apenas para marcar su límite con los predios vecinos. El único ornato del poco agradable conjunto era un moteado arce, que todos los años deshojaban prematuramente las voraces orugas. Le llamaban ‘el arce del perro’, por los desahogos fisiológicos de la callejera jauría sobre su tronco leñoso.

En esa casucha transcurrió la infancia del joven a quien dieron el nombre de Lázaro (en ruso: Лазарь, en polaco: Łazarz). Pero, no obstante las inquietudes y dificultades del tiempo, y de hechos violentos como la rebelión de enero, no fue la suya una triste infancia.
A decir verdad, nadie pudo advertir anticipadamente en Lázaro, signo alguno de hombre notable, como lo presintió su madre desde el día de su nacimiento. Y, no obstante sus capacidades para expresarse en polaco, hebreo, ruso, bielorruso y alemán - lenguas que a los cinco años de edad ya le eran familiares- no le merecieron ser considerado, en su Bialystok natal, como un niño admirable. Allí, el conocimiento de lenguas extranjeras, en escala proporcional a las necesidades cotidianas, era algo natural, aunque ciertamente, no en los niños, aun cuando vivieran en un medio de tal diversidad lingüística.

Rosalía opinaba que su hijo poseía excepcional aptitud para la comprensión de idiomas y, en verdad, Lázaro superaba considerablemente a sus circunvecinos en el conocimiento de lenguas extranjeras, y disfrutaba un particular deleite al charlar en ellas. Los adultos hablaban exclusivamente en su lengua materna. Suponían que el uso de otro idioma era testimonio de falta de orgullo patrio y de capitulación ante otras nacionalidades radicadas en la misma urbe.

Sin embargo, el trato social obligaba al uso de diversas lenguas: la polaca era la lengua de la intelectualidad; en el campo fabril y artesanal regía la germana; en los barrios comerciales, la judía; los provincianos, viniendo de compras a los bazares citadinos hablaban preferentemente la bielorrusa; y la rusa era la lengua oficial de la localidad.

Luisito pronto fue desplazado del pedestal propio de hijo único, por el rápido crecimiento de la prole Zamenhof.

En el año 1860 vino al mundo su primera hermana, Sara; dos años después la segunda, Fania, y nuevamente, tras otros dos años, Augusta; finalmente, en 1868, su primer hermano. Esta, casi imprevistamente llegada progenie, absorbió por completo la atención de los padres.

Lázaro, el ‘grande e inteligente muchacho’, dejado ya a su autosuficiencia, eligió como pasatiempo favorito -con poco agrado de sus padres- deambular entre la tumultuosa e inquieta concurrencia de la Plaza de los Bazares. Aquello era más interesante que el corral de la casa paterna cuyo único atractivo era el maloliente y mutilado árbol, al que eventualmente trepaba la muchachada, siendo rápidamente desalojada por el anciano vigilante, que para ello se auxiliaba de su viejo cinturón o esgrimía amenazante un palo de escoba.

De: “Doctor Esperanto” – Novela biográfica sobre Luis Lázaro Zamenhof, por María Ziółkowska

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